Domingo de Pentecostés – Ciclo B
Dibujo: Fano
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Celebramos la venida del Espíritu Santo, pero podemos preguntarnos ¿es venida? ¿O es toma de conciencia de una presencia, de un dinamismo que transforma nuestra vida y la de la Iglesia? Hace 50 días hemos celebrado la resurrección de Jesús. No nos ha dejado huérfanos. La fiesta de hoy es una buena ocasión para
acercarnos al misterio cristiano a través de las imágenes del Espíritu, de la ruah: viento, aliento, espacio, fuerza… Algo así es la obra de Dios en nuestra vida y en la comunidad.
Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos.
El primer día se refiere al domingo. Juan nos había dicho anteriormente que la madrugada del domingo María Magdalena fue muy temprano al sepulcro y lo encontró vacío. Un poco más tarde tuvo la experiencia de encontrarse con Jesús vivo y fue a dar testimonio. Al atardecer de ese “día” son los discípulos quienes tienen una experiencia similar.
Es normal que los discípulos estuvieran encerrados en una casa, porque era costumbre de los romanos que, cuando ajusticiaban a un judío, buscaban durante un tiempo a quienes habían comido con él. Las comidas compartidas eran un signo propio de la familia, de los amigos y de quienes eran cómplices en una tarea. No existían las comidas de compromiso, como actualmente. Por eso, tras la última cena pascual, viene la desbandada, el miedo y todos se esconden. Saben bien las consecuencias de haber formado parte del grupo de Jesús y haber comido con él: podían ser detenidos y ajusticiados, como había ocurrido muchas veces.
Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros.» Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.
En este relato post pascual se cumplen las promesas reiteradas de Jesús: no les dejaría huérfanos, volvería, les daría una paz que no podía dar el mundo… La comunidad cristiana experimentó que eso estaba ocurriendo ya. Las señales de las manos y el costado, produjeron escándalo durante muchos años en los propios cristianos y en quienes se acercaban a conocer la vida de las comunidades, porque eran la muestra de que Jesús había sido crucificado y se había convertido en un proscrito ante la ley. Ahora el relato de Juan nos muestra otra perspectiva: esas señales despiertan alegría porque ya ven a Jesús desde otra perspectiva, después de la experiencia de la Pascua.
Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.» Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.»
La palabra Espíritu es un término latino, y se ha generalizado su uso. En hebreo se habla de ruah, término femenino, que indica viento, aire, aliento, vida, amplitud, espacio ilimitado… tienen unas connotaciones mucho más ricas que el término espíritu. Aplicado a la naturaleza se refiere al soplo del viento, de aire fresco que traía las nubes y la lluvia, que era una bendición. El término evoca el misterio de Dios, porque se nota que el viento está presente, pero no se le puede ver.
Cuando se aplica la acción de la ruah a los seres humanos se refiere al aliento de vida de Dios que hay en cada persona, a la abundancia de Vida divina que está presente en el interior de cada hombre y mujer y en la Historia. Puede ser muy sugerente trabajar este término en la escuela y en la catequesis, no nos limitemos a hablar sólo de espíritu.
El aliento tiene connotaciones muy profundas en el lenguaje bíblico. Nos habla de “una nueva creación” y nos remite al texto del Génesis sobre los orígenes míticos del hombre y la mujer. “Entonces Dios formó al hombre del barro de la tierra, le insufló en las narices aliento de vida y así llegó a ser el hombre un ser viviente” (Génesis 2, 7)
En el siglo VII antes de Cristo, cuando se escriben textos sobre la creación no podían concebir que Dios hubiera hecho a los seres humanos con algo que no fuera barro, porque era el material con el que fabricaban entonces las casas y utensilios. Pero era necesario “el aliento de Dios” para que ese barro cobrara vida y se transformara en un ser humano, a imagen y semejanza de Dios.
En el texto del evangelio de Juan es el aliento, la fuerza del Espíritu lo que les transformó de nuevo. Un grupo de hombres y mujeres acobardados, escondidos, tuvo una experiencia muy profunda: la fuerza de Jesús estaba en cada uno de ellos y de ellas y en la comunidad. Ese aliento, ese dinamismo, les empujó a salir a predicar y a vivir como Jesús les había enseñado.
Celebrar Pentecostés no es recordar una experiencia de hace dos mil años, es tomar conciencia de que nuestra vida puede cambiar con la misma intensidad que cambió la de aquel grupo de hombres y mujeres. ¿Nos lo creemos? ¿Qué celebraremos hoy?
Marifé Ramos - Juglares del Evangelio
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