XI del Tiempo Ordinario – Ciclo C
Jesús insistirá: hay que aprender a mirar de otra manera a esas gentes extraviadas que
casi todos desprecian.
Una pequeña parábola pronunciada por Jesús en casa de un fariseo
expresa bien su manera de
pensar. Jesús ha sido invitado a un banquete de carácter festivo.
pensar. Jesús ha sido invitado a un banquete de carácter festivo.
Los comensales toman parte en la comida, recostados cómodamente sobre una mesa baja. Son
bastantes, todos varones, y, al parecer, no caben en el interior de la vivienda. El banquete
tiene lugar delante de la casa, de manera que los curiosos pueden acercarse, como era
habitual, a observar a los comensales y escuchar su conversación.
De pronto se hace presente una prostituta de la localidad. Simón la reconoce
inmediatamente y se siente molesto: esa mujer puede contaminar la pureza de los comensales
y estropear el banquete. La prostituta se dirige directamente a Jesús, se echa a sus pies y
rompe a llorar. No dice nada. Está conmovida. No sabe cómo expresar su alegría y
agradecimiento. Sus lágrimas riegan los pies de Jesús.
Prescindiendo de todos los presentes,
se suelta su cabellera y se los seca. Es un deshonor para una mujer soltarse el cabello delante
de varones, pero ella no repara en nada: está acostumbrada a ser despreciada. Besa una y otra
vez los pies de Jesús y, abriendo el pequeño frasco que lleva colgando de su cuello, se los
unge con un perfume precioso.
Al intuir el recelo de Simón ante los gestos de la prostituta y su malestar por su
acogida serena, Jesús le interpela con una pequeña parábola:
Un acreedor tenía dos deudores: uno debía quinientos denarios y el otro cincuenta.
Como no tenían para pagarle, perdonó a los dos. ¿Quién de ellos le amará más?
El ejemplo de Jesús es sencillo y claro. No sabemos por qué un acreedor perdona la
deuda a sus dos deudores. Sin duda es un hombre generoso que comprende los apuros de
quienes no pueden pagar lo que deben. La deuda de uno es grande: quinientos denarios, el
sueldo de casi dos años de trabajo en el campo, una cantidad casi imposible de pagar para
un campesino. La del segundo solo asciende a cincuenta denarios, una suma más fácil de
conseguir, el sueldo de siete semanas. ¿Cuál de los dos le estará más agradecido? La
respuesta de Simón es lógica: «Supongo que aquel a quien perdonó más».
Los oyentes
piensan igual.
Así está sucediendo con la llegada de Dios.
Su perdón despierta la alegría y el
agradecimiento en los pecadores, pues se sienten aceptados por Dios no por sus méritos, sino
por la gran bondad del Padre del cielo.
Los «perfectos» reaccionan de manera diferente: no se
sienten pecadores ni tampoco perdonados. No necesitan de la misericordia de Dios. El
mensaje de Jesús los deja indiferentes.
Esta prostituta, por el contrario, conmovida por el
perdón de Dios y las nuevas posibilidades que se abren a su vida, no sabe cómo expresar su
alegría y agradecimiento.
El fariseo Simón ve en ella los gestos ambiguos de una mujer de su
oficio, que solo sabe soltarse el cabello, besar, acariciar y seducir con sus perfumes. Jesús, por
el contrario, ve en el comportamiento de aquella mujer impura y pecadora el signo palpable
del perdón inmenso de Dios:
«Mucho se le debe de haber perdonado, porque es mucho el amor y la gratitud que
está mostrando».
¿No tendrá razón Jesús? ¿No será el Dios de la misericordia la mejor noticia que
podemos escuchar todos?
Ser misericordiosos como el Padre del cielo, ¿no será esto lo único
que nos puede liberar de la impiedad y la crueldad?
Pero, si todos los hombres y mujeres viven del perdón y la misericordia de Dios, ¿no
habrá que introducir un nuevo orden de cosas donde la compasión no sea ya una excepción o
un gesto admirable sino una exigencia normal?
¿No será esta la forma práctica de acoger y extender su reinado en medio de sus hijos
e hijas?
José Antonio Pagola
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