Unos desconocidos le comunican a Jesús la
noticia de la horrible matanza de unos galileos en el recinto sagrado
del templo. El autor ha sido, una vez más, Pilato. Lo que más les
horroriza es
que la sangre de aquellos hombres se haya mezclado con la
sangre de los animales que estaban ofreciendo a Dios.
No sabemos por qué acuden a Jesús.
¿Desean que se solidarice con las víctimas? ¿Quieren que les explique
qué horrendo pecado han podido cometer para merecer una muerte tan
ignominiosa? Y si no han pecado, ¿por qué Dios ha permitido aquella
muerte sacrílega en su propio templo?
Jesús responde recordando otro
acontecimiento dramático ocurrido en Jerusalén: la muerte de dieciocho
personas aplastadas por la caída de un torreón de la muralla cercana a
la piscina de Siloé. Pues bien, de ambos sucesos hace Jesús la misma
afirmación: las víctimas no eran más pecadores que los demás. Y termina
su intervención con la misma advertencia: «si no os convertís, todos pereceréis».
La respuesta de Jesús hace pensar. Antes
que nada, rechaza la creencia tradicional de que las desgracias son un
castigo de Dios. Jesús no piensa en un Dios «justiciero» que va
castigando a sus hijos e hijas repartiendo aquí o allá enfermedades,
accidentes o desgracias, como respuesta a sus pecados.
Después, cambia la perspectiva del
planteamiento. No se detiene en elucubraciones teóricas sobre el origen
último de las desgracias, hablando de la culpa de las víctimas o de la
voluntad de Dios. Vuelve su mirada hacia los presentes y los enfrenta
consigo mismos: han de escuchar en estos acontecimientos la llamada de
Dios a la conversión y al cambio de vida.
Todavía vivimos estremecidos por el
trágico terremoto de Haití. ¿Cómo leer esta tragedia desde la actitud de
Jesús? Ciertamente, lo primero no es preguntarnos dónde está Dios, sino
dónde estamos nosotros. La pregunta que puede encaminarnos hacia una
conversión no es «¿por qué permite Dios esta horrible desgracia?», sino
«¿cómo consentimos nosotros que tantos seres humanos vivan en la
miseria, tan indefensos ante la fuerza de la naturaleza?».
Al Dios crucificado no lo encontraremos
pidiéndole cuentas a una divinidad lejana, sino identificándonos con las
víctimas. No lo descubriremos protestando de su indiferencia o negando
su existencia, sino colaborando de mil formas por mitigar el dolor en
Haití y en el mundo entero. Entonces, tal vez, intuiremos entre luces y
sombras que Dios está en las víctimas, defendiendo su dignidad eterna, y
en los que luchan contra el mal, alentando su combate.
José Antonio Pagola
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